Ketty Abaroa, la nieta del héroe, a los 100 años de su nacimiento


Hoy 15 de julio se cumplen 100 años del nacimiento de mi madre, Enriqueta Abaroa Claure. Nacida en 1918, en Antofagasta, ella fue nieta de Eduardo Abaroa Hidalgo, el máximo héroe de la Guerra del Pacífico, cuyo apellido resuena hasta hoy como máxima muestra de patriotismo y valentía en Bolivia.

Ketty, como le llamábamos cariñosamente, hija de María Claure y Eugenio, el tercer hijo del héroe, de entre cinco hermanos, fue una mujer extraordinaria, en todo sentido de la palabra, y por eso hoy quiero rendirle un tributo a su memoria, en el centenario de su nacimiento y a diez años de su muerte.

La viuda e hijos del héroe, habiendo quedado en la orfandad siendo niños, vivieron en Salta, Argentina, donde Eduardo Abaroa había enviado a su familia para protegerla de la invasión chilena en 1879, pero luego regresaron a Antofagasta, Calama y San Pedro de Atacama, exterritorios bolivianos, de los que eran oriundos. Allí rehicieron sus vidas y construyeron una pequeña fortuna familiar, la misma que fue hecha en base a la importación de ganado vacuno, en pie, desde Salta hasta la costa del Pacífico, sacrificada actividad iniciada ya por Eduardo Abaroa, arreando ganado a través de la cordillera de los Andes, enfrentando su gélido clima y luego el sofocante calor del desierto de Atacama. Esa práctica fue continuada por sus hijos.

Viviendo en Antofagasta, mi abuelo Eugenio decidió enviar interna a mi madre, su hija mayor, a un colegio inglés en Temuco, al sur de Chile, donde los expatriados europeos y norteamericanos de la empresa Anaconda, dueña de Chuquicamata, la mina más grande de cobre del mundo, enviaban a sus niñas al no poder enviarlas a Inglaterra, que era su primera opción, por causa de las guerras y el peligro de los mares.

En ese internado es que mi madre se educó desde los 12 años hasta graduarse como la mejor alumna, con beca para estudiar en Cambridge, Inglaterra. Esa educación excepcional de valores victorianos se trasladó desde el gélido sur de Chile, primero, al desierto de Atacama, se mezcló con la ética vasca, de trabajo duro y voluntad fuerte como la del héroe, y se trasladó a Bolivia, vía la educación de mi madre a nosotros, sus hijos.

Educada en el Temuco College, ella era una obsesionada con la eficiencia y la “rectitud”, tanto que sus amigas la llamaban “cuáquera” por su manera principista de ser. Era también reservada y modesta, y cultivaba el concepto inglés de character, aprendido de su escuela, que para los sajones tiene que ver con la integridad y la fuerza de voluntad, creyendo firmemente en la necesidad de cultivar y fortalecer esa virtud.

Tenía asimismo un sentido de “nobleza obliga” y discreción total en su trabajo y en el hecho de respetar estrictamente las confidencias de sus amigas o personas que buscaban su consejo. “Era una tumba”, decían.

Si mi madre estuviera viva, me prohibiría, por ejemplo, que escriba estas líneas sobre ella; lo encontraría absolutamente fuera de lugar.

Revolución de Abril

Cuando ella era joven, las mujeres en Bolivia generalmente no ejercían ni intervenían en política, con pocas excepciones, en general, mal vistas. En la década del 50, por ejemplo, las mujeres de clase media y alta que combatían al MNR ejercían la política desde lugares de bajo perfil, apoyando quizás a sus maridos o haciendo labor humanitaria, pero raramente interviniendo en el debate ideológico, en la lucha de las ideas o en la discusión abierta. Mi madre sostenía ideas políticas de avanzada, democráticas y de derechos humanos, cuestionando las injusticias sociales del ancien régime, pero a la vez censurando los abusos, la represión y la corrupción del nuevo gobierno movimientista.

Después de la Revolución de 1952, mi madre fue parte importante, con Carmela Reyes Ortiz, de una organización clandestina de mujeres que ayudaba a los perseguidos del régimen: políticos confinados a campos de concentración, familias súbitamente llevadas a la miseria por la expropiación y muchas veces robo de sus pertenencias, viudas refugiadas en las casas de sus exempleadas domésticas, hijos abandonados por el exilio de sus padres. Y ocultaban también a jóvenes cadetes que habían combatido en la revolución defendiendo al gobierno y en algunos casos quedaron mutilados en la lucha o por la represión en los campos de concentración o el control político de Claudio San Román. Fue una labor heroica y peligrosa.

Solidaridad en Santa Cruz

Cuando mi familia se fue a vivir a Santa Cruz en 1960, ella encontró gran afinidad con la cruceñidad de esa época, cuando la gente valía por lo que era y no por lo que tenía. Había un gran sentido señorial del honor y la caballerosidad, por lo que se identificó totalmente y decidió vivir el resto de su vida allí hasta que murió el 2008.

Allí se dedicó a la obra social silenciosamente. Fue voluntaria del Hospital San Juan de Dios y fundadora e impulsora de PRONIDES (Pro niños desnutridos), que creó inicialmente cuatro guarderías populares que recibían infantes de familias pobres, de entre 0 y 5 años, para combatir su desnutrición infantil, brindarles estimulación intelectual temprana, enseñarles higiene y darles educación. Al graduarse, los infantes eran aceptados en primero de primaria por su avanzado estado de desarrollo psicológico, intelectual y motriz. Para esto mi madre se inspiró en la metodología del prestigioso doctor Fernando Monckeberg, quien logró quebrar la desnutrición en Chile gracias a que él fue un pionero en el tema y prácticamente acuñó el término “desnutrición”, que se desconocía en la década del 50.

Así, durante tres décadas junto a sus voluntarias, hicieron posible que miles de infantes que provenían de hogares muy pobres lograran acceder a una educación digna y sean hoy, en su mayoría, destacados profesionales. Ella perteneció al Comité Cívico Femenino y fue condecorada por la cruceñidad.

Por último, influenció mucho en mi vida. Ella fue mi escuela de formación ética y se constituyó en mi crítica más severa cuando yo cumplí deberes de alcalde o ministro. Siempre trató que mantuviera los pies sobre la tierra, que el poder no me llegara a la cabeza y que mi conducta fuera impecable en el ejercicio de la función pública. Sus ideas encontraron eco en mi concepción y práctica de la vida y la política y esa manera de ser y ver la vida pública, se lo debo enteramente a ella: mi madre.

Ronald MacLean fue cuatro veces alcalde de La Paz y ocupó cinco carteras de Estado en Bolivia.

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